Violencia contra la educación
Imagen cortesía de ‘El Fisgón y La Jornada-091215.
Hugo Aboites Aguilar-Rector de la UACM.
La Jornada/240617.
La educación también está siendo arrastrada por la ola de violencia que inunda al país. Ayotzinapa, pero sobre todo, la Ayotzinapa no resuelta, sigue siendo el emblema de todas las violencias que no se aclaran y que siguen generándose constantemente contra estudiantes, maestros, comunidades escolares, padres de familia.
Desde las decenas de bebés indefensos, quemados o asfixiados en la guardería ABC, hasta la agresión mortal de la policía estatal y federal contra habitantes y maestros de Nochixtlán pasando por la represión a los docentes, y, apenas hace unos días, balazos de la policía contra normalistas de Tiripetio.
El asesinato, uno tras otro, de periodistas, es la censura radical a la educación informal, los procesos de conocimiento público que abren la vía a la transformación de la política, como también, la agresión contra estudiantes es la vía para atemorizar a los potenciales actores de un futuro distinto.
Y la sufren no contados activistas, sino sobre todo los más indefensos, las niñas que van o vienen de la escuela, como Valeria de 11 años ultrajada y asesinada en un microbús, como la que muestra el video huyendo aterrorizada y que es alcanzada y tumbada al suelo por un taxista que le roba el celular. O como el acoso contra una joven estudiante por un tipo que se baja los pantalones cuando está sola y es de noche en una universidad. Y muchas otras, graves, innumerables.
En todos estos episodios está, evidentemente, la responsabilidad individual, la del acosador, de quienes dispararon o dieron la orden de hacerlo. De todo esto se supone se encarga la justicia legal o, en lo menos grave, la corrección familiar y la del ámbito social inmediato.
Pero hay otro marco de exacerbada violencia, mucho más amplio, que no se considera delito; cuyos protagonistas no aparecen como tales, que impulsan leyes que ponen contra la pared a comunidades, grupos, como el magisterio, a jóvenes que quieren un lugar en una escuela; los que conceden los permisos que despojan del agua, de la movilidad y el aire limpio a los vecinos en las ciudades, y de las tierras, ríos y bosques a comuneros, ejidatarios y pueblos indígenas.
Leyes y políticas que han venido echando del país a muchos y a la basura acuerdos sociales sobre salud, educación, vivienda y trabajo para todos.
Se ha generado desde arriba y en torno nuestro una violencia ambiental que todo lo permea y se vuelve lo usual, y que paulatinamente va reduciendo también lo poco que va quedando para vivir sin temor.
Y esto es sumamente grave porque va contra los espacios que siempre han sostenido la carga más pesada para que los conflictos no se salgan de cauce, para que tengan contención (en su sentido de algo que acoge y repara): lugares como la pareja, la familia, el grupo escolar, la escuela, la comunidad, los vecinos, el barrio, la unidad habitacional.
Crecientemente estos espacios pequeños pero vitales, también están bajo acoso.
Es el efecto de las grandes políticas y, sobre todo, de las grandes decisiones que han trastocado la ecología social y que se han convertido en el medio denso y opaco que todos habitamos y respiramos sin importar donde estemos.
Es la atmósfera que crean las políticas neoliberales del Estado, los medios y una economía capitalista feroz, nutrida por el narcotráfico y la corrupción. De ahí surgen y se nutren los procesos de desmembramiento de familias y comunidades, la migración y el reforzamiento de la atmósfera violenta.
Los promotores del rompimiento de las normas de la convivencia económica antes regulada por la política social, desmantelaron los grandes acuerdos sociales que a su vez alentaban y reforzaban a esos millones de acuerdos pequeños de la malla fina que sostiene la sociedad. Ese es el gran error de un Estado que no promueve el bienestar sino, primordialmente, busca ofrecer condiciones competitivas a la inversión y al comercio internacional.
Cuando la mitad de la población económicamente activa no tiene un trabajo formal y sigue estancada en la pobreza, cuando millones viven del subsidio oficial y no de fuentes dignas de trabajo, cuando las escuelas superiores son escasas, se vuelve difícil argumentar que la violencia social generalizada y difusa se debe a que como sociedad no somos suficientemente represivos.
Que más policía, más ejército, más cárceles son la solución.
Evidentemente no se puede prescindir de las leyes, la persecución eficaz de los criminales y corruptos y ciertamente menos de las iniciativas de convivencia escolar y social y los apoyos institucionales a grupos concretos, pero sólo tendrán frutos permanentes y crecientes si al mismo tiempo la presión de universidades y escuelas, sindicatos, comunidades, pueblos, todos, obliga a crear esos grandes acuerdos sociales que ofrezcan certidumbre y futuro a la gran mayoría.
En una economía que es la décimo cuarta más poderosa del mundo nuestro déficit más importante está en la esfera de lo político y social.
Nunca debió ocurrir Ayotzinapa; ni el ABC; tampoco Nochixtlán; ni Tiripetío; ni gran parte de la violencia cotidiana y callejera.
Son el precio de acuerdos tejidos allá arriba, que no escogimos, que no necesitamos, pero que pagamos cada día.
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Nota mía: Respetuosamente me permití modificar levemente la estructura del artículo de Hugo Aboites Aguilar, con la exclusiva finalidad de facilitar su lectura en el formato de Odiseo. Alfredo Macías Narro.
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