Madera y Ayotzinapa
- Portada del periódico ‘Madera’, órgano de difusión de la Liga Comunista 23 de Septiembre (LC23S).
Abel López Rosas*
La Jornada/210915.
El próximo 23 de septiembre se cumplirán 50 años de los sucesos de Ciudad Madera, Chihuahua, cuando un grupo de 13 guerrilleros, integrado por profesores rurales, estudiantes normalistas y campesinos, intentó tomar por asalto el cuartel militar de dicha ciudad. El 26 de septiembre también se cumplirá un año de los hechos en la ciudad de Iguala, Guerrero, por los que fueron desaparecidos de manera forzada 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural ‘Raúl Isidro Burgos’, de Ayotzinapa, y fueron asesinados tres estudiantes, tres civiles y 80 personas resultaron heridas.
A simple vista podríamos decir que son dos sucesos totalmente desconectados. Sin embargo, Madera y Ayotzinapa son fechas relacionadas, porque ahí se condensan 50 años de lucha por la educación y la tierra, tanto como la historia del autoritarismo y la represión de Estado.
El asalto al cuartel militar de Ciudad Madera, organizado por el Grupo Popular Guerrillero, no fue una acción decidida de manera aislada, como han demostrado varios estudios. Tampoco se trató de una emulación del asalto al cuartel Moncada, encabezado por Fidel Castro el 26 de julio de 1956 en Cuba. En realidad formó parte de una estrategia de lucha multisectorial que venía desarrollándose desde 1959 en los estados de Chihuahua y Durango. En ésta participaron campesinos, profesores y estudiantes de las normales rurales de Salaices y Saucillo, así como de la Escuela Normal Estatal de Chihuahua. Tenían diversas demandas, principalmente agrarias, ya que en aquellos años empresas como Bosques de Chihuahua acaparaban miles de hectáreas de tierra, mientras cientos de campesinos sobrevivían sin un solo pedazo.
Los dirigentes del movimiento agrario, entre quienes destacaban Salomón Gaytán Aguirre y los profesores Arturo Gámiz García y Pablo Gómez Ramírez, decidieron tomar las armas en julio de 1964, después de agotar diferentes medios pacíficos para lograr la resolución de sus demandas: solicitudes al Departamento Agrario, reuniones con funcionarios de gobierno –incluido el presidente Gustavo Díaz Ordaz–, marchas, mítines, caravanas y tomas simbólicas de tierras.
La respuesta gubernamental siempre fue la combinación de la estrategia de desgaste con la acción represiva, tanto masiva como selectiva. La acción armada del 23 de septiembre terminó negativamente para el grupo insurrecto, sobre todo porque cayeron en combate sus principales líderes. La versión oficial, lejos de reconocer las causas del levantamiento armado, señaló que la acción la realizaron ‘locos mal aconsejados’ (sic).
Cínicamente, el entonces gobernador del estado, Praxedis Giner Durán, ordenó enterrar a los guerrilleros caídos en una fosa común y dijo ante los medios;
“Querían tierra, denles hasta que se harten”.
El caso de la lucha de los normalistas de Ayotzinapa, Guerrero, si bien no tiene que ver con una acción armada llevada a cabo por los estudiantes, se relaciona con el caso de Madera porque estamos hablando de una continua política de Estado de criminalizar y desconocer las legítimas demandas de campesinos y normalistas a lo largo de varias décadas. Esto demuestra que el Estado mexicano no ha cambiado. De hecho, fue precisamente en la misma década de la lucha del movimiento agrario en Chihuahua cuando en 1968 el entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz clausuró más de la mitad de las normales rurales existentes en esos años.
Sobre los hechos ocurridos la tarde del 26 de septiembre del año pasado sabemos que los normalistas se dirigían a Iguala con la intención de conseguir autobuses para participar en la marcha del 2 de octubre en la ciudad de México, movilización a la que año con año acuden organizados en la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México (FECSM), para recordar a los estudiantes asesinados el 2 de octubre de 1968 y para defender el proyecto de las normales rurales.
Desde hace años el Estado ha tratado de asfixiar, mediante diferentes prácticas, a éstas, poco a poco: disminución del presupuesto y de la matrícula, cancelación de becas, modificación a sus planes de estudios, clausura de su sistema de internado, etcétera.
Al igual que en lo sucedido en Ciudad Madera hace casi 50 años, el Estado mexicano, lejos de reconocer las demandas por las que se movilizaban los estudiantes normalistas el 26 de septiembre de 2014 y a pesar del reciente informe del grupo de expertos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, insiste en que fueron levantados por el crimen organizado coludido con policías municipales e incinerados en el basurero de Cocula.
Todo este montaje gubernamental demuestra la continuidad del autoritarismo que hay de fondo en nuestro sistema político desde hace muchos años. El entonces procurador Jesús Murillo Karam, cuando los reporteros le hacían preguntas sobre su verdad histórica, exclamó: “Ya me cansé” y se retiró, actitud que demuestra que el Estado no tiene ningún interés en resolver y menos aún en reconocer la lucha y las demandas de los normalistas guerrerenses.
Madera y Ayotzinapa se conectan no sólo porque en los dos casos confluyen funcionarios cínicos y prepotentes incapaces de reconocer las demandas legítimas del pueblo, como tierra y educación, sino también porque hablamos de una política de Estado que se ha mantenido en nuestro país durante décadas.
Hace 50 años criminalizaron, persiguieron, acribillaron y enterraron en una fosa común a quienes cayeron en combate aquella madrugada del 23 de septiembre de 1965. Hoy, el Estado mexicano persiste en esa política de criminalizar, asesinar, llevar a fosas comunes y desaparecer a quienes luchan por una vida mejor.
23 y 26 de septiembre son ya dos fechas que han significado el despertar de un pueblo que sigue buscando un cambio profundo. Son dos fechas marcadas con sangre de nuestros jóvenes, que no debemos olvidar ni dejar en la impunidad. Necesitamos hacer visibles estas luchas, difundir las causas y las razones por las que lucharon y siguen luchando los profesores y normalistas rurales.
Necesitamos también hacer visibles las diferentes luchas campesinas, indígenas y de los trabajadores del campo y de la ciudad que se desarrollan a lo largo de nuestro país. Hacer esto representa dignificar la vida de nuestros compañeros que fueron asesinados y no dejar en el olvido a quienes fueron desaparecidos.
También significa enfrentar la intención del Estado mexicano de pasar por alto los diferentes crímenes de lesa humanidad que ha cometido. Debemos recuperar todas estas experiencias de lucha para que la memoria histórica se convierta en un arma que sirva para combatir la impunidad y para construir una sociedad donde el olvido no sea el alimento de cada día.
*Historiador y autor de “El pensamiento político del profesor Arturo Gámiz”.
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Nota mía: Respetuosamente me permití modificar levemente la estructura del artículo de Abel López Rosas, con la exclusiva finalidad de facilitar su lectura en el formato de Odiseo. Alfredo Macías Narro.
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