Alfredo Macías Narro.
El papel que juegan los docentes en la democratización de las instituciones escolares y, por tanto, en la democratización del sistema escolar en su conjunto, es definitorio por naturaleza; el discurso oficial le ha endosado el membrete de “agente de cambio”, carente de contenido y vacío de significado.
En la escuela, el docente transmite un conocimiento enajenado, en el sentido de que su procedencia, es ajena a los estudiantes (y al propio profesor) y se establece como una imposición dada desde el principio de autoridad que la institución y su propio estatus le confieren. En este sentido, tanto el docente, como la escuela transmiten (muchas veces de manera inconciente), junto con los conocimientos, valores, principios y normas morales burguesas subyacentes en “el programa”. El trabajo enajenado en el ámbito escolar, consiste principalmente, en la fragmentación del conocimiento y disociar el actuar del alumno de sus relaciones sociales. Esta enajenación, despoja al acto educativo de toda su significación como bien socialmente determinado.
Para trascender este vacío, el docente debe hacer conciencia que es, justamente, el instrumento principal de la acción político-pedagógica, esté o no conciente de ello. Por más que el sistema se empeñe en oscurecer esta verdad, bajo el hálito de una supuesta “imparcialidad” o de una falsa neutralidad en el quehacer académico, es evidente que el profesor realiza una importante acción política; la simple actitud personal del docente, denota implícitamente una postura política (positiva o negativa); al respecto, dice Francisco Gutiérrez:
“… si la mayoría de los docentes no fuera ultraconformista, el sistema escolar no funcionaría ideológicamente. La preservación del estatus, la transmisión de los valores burgueses se lleva a cabo gracias a la actitud acrítica y conformista de los enseñantes (…) Dejarse absorber por la renovación de métodos pedagógicos, por la modificación de programas, por la tecnología educativa e incluso por el uso de metodologías participativas, equivale a desviar los problemas medulares de la educación so pretexto de modernización (…) por todas partes se promueven reformas educativas, se ensayan nuevas metodologías de trabajo y se impulsan estructuras “más flexibles”, como si los males de la escuela pudieran remediarse con acomodos y cambios intrascendentes dentro del aula de clases”.[1]
Enseñar por enseñar, carece de todo sentido. La crisis del docente, al margen de la mediatización ideológica y la manipulación política de que es objeto, tanto por parte de la autoridades educativas, como de las organizaciones sindicales, es producto del vacío de identidad de su quehacer, es decir, de la falta de significado de la finalidad de su práctica docente, de las contradicciones de su lugar en la sociedad (y, por tanto, de su papel social) e, incluso, de sus propias motivaciones personales. La opción es, asimismo, evidente: introyectar y aceptar, plena y concientemente, la responsabilidad social que conlleva adoptar una posición ideológica y llevarla a la acción político-pedagógica;
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“… incitar en ellos (los alumnos) un despertar político, es decir, hacerles descubrir ese gusto de la libertad de espíritu, esa voluntad de resolver los problemas de conjunto, ese sentimiento de ser responsables del mundo y de su destino, que hacen a los verdaderos revolucionarios, que pueden dinamizar a nuestros jóvenes desde ya (…) y sin proselitismos, sin tratar de adoctrinarles, los abrimos a todas las discusiones, a todos los intercambios”. [3]
Un profesor, en el sentido descrito, hace de la escuela un ámbito de libertad que contrarresta la violencia reaccionaria de la institución educativa, puesta al servicio de las clases dominantes y las relaciones internas, basadas en la competencia individualista. Esta concientización de las tareas docentes, es fundamental para lograr articular un proyecto de cambio social, históricamente orientado e ideológicamente estructurado. En resumen, será un profesor convencido de su contribución personal, en conjunto con la comunidad a que pertenece, a la formación de hombres y mujeres libres, concientes y críticos que, con toda seguridad, trabajará de modo distinto al que meramente le preocupe cumplir con los contenidos de “su programa”.
Como corolario, podemos decir que, para que la educación en la democracia sea una realidad objetiva, es menester que las instituciones educativas estén abiertas a la comunidad y a los diferentes grupos sociales y, para ello, es condición necesaria que al interior de la escuela se viva democráticamente, es decir, que sus procesos internos y la toma de decisiones sean decisiones tomadas democráticamente.
[1] Gutiérrez, Francisco en “Educación como Praxis política”. Ed. Siglo XXI, Méx. 1984. [2] Op. Cit.[3] Lapassade, G., en “Autogestión pedagógica”. Ed. Granica, Barcelona. 1977.