Alfredo Macías Narro.
250810.
Un estudiante educado en un ambiente democrático, en el que encuentre canales de comunicación efectivos, medios de participación en la toma de decisiones de su escuela y cuyo objeto se fije en la vinculación política de lo académico con los sectores productivos autogestionarios, con los trabajadores de esquemas productivos capitalistas o con las organizaciones sociales y políticas en que se inserta su escuela, seguramente será un hombre capaz de generar nuevas relaciones sociales, dotadas de significación y trascendencia. De este modo, de acuerdo con Francisco Gutiérrez:
“La educación (formal, no-formal e informal), es un proceso de comunicación en el más amplio y genuino sentido del término”.[1]
Como proceso de comunicación biunívoco y dinámico, el punto de partida de la educación, debe ser el reconocimiento mutuo de los actores involucrados. Dicho de otra manera, es el reconocimiento explícito del movimiento dialéctico que integra causalmente a la estructura social, con la conciencia humana, en la que surge un acercamiento inicial conciente del individuo, con la realidad del objeto de conocimiento.
En una segunda aproximación, se establece una interacción y, en una tercera fase, debe darse una reacción conciente y volitiva, sobre la estructura social determinada a operar el cambio.
Dicho en otra manera, el proceso educativo, en tanto proceso dialéctico, parte de la realidad, se concreta en la intersubjetividad (del estudiante con otros estudiantes, con los profesores y, finalmente, con los demás miembros de su comunidad) y se objetiva en la transformación de la conciencia.
Esta es la esencia del aprendizaje formativo, como consecuencia de la concientización.
El escenario principal (aunque no el único y, tal vez, ni siquiera el más importante) es la escuela, (al menos en las etapas iniciales del proceso de aprendizaje autogestivo), misma que debe ser empujada hacia la apertura a la comunidad externa al plantel y democráticamente estructurada en la vida interior, con el doble fin de, por una parte, dotar de significado al hecho educativo al definirlo como un objeto socialmente útil y, por la otra, contribuir a la democratización del sistema escolar, desde la singularidad de cada plantel y su interacción directa con la comunidad y su entorno social, económico y político. Al respecto, Francisco Gutiérrez dice:
“Para preparar una sociedad democrática (desde las limitaciones de la pedagogía) hemos de hacer de cada centro educativo una comunidad democrática, que se autodetermine en la libertad y en la responsabilidad. En cada uno de estas comunidades, cada estudiante ha de tener derecho a educarse sin presiones, opresiones, ni represiones. Hacer funcionar estas pequeñas comunidades, significa un cambio radical de la estructura de la institución escolar.” [2]
En esta línea de ideas, es evidente que, al superar las contradicciones de la experiencia pedagógica compartida (entre estudiantes y profesores, pero bajo la óptica del educando), toca a los alumnos definir los derechos que les pertenecen en la estructura escolar; el derecho a generar su propia dinámica de participación y defender los medios con que llevarla a efecto; el derecho a actuar comunitariamente, en la búsqueda de los objetivos del proceso educativo, determinados, por regla general, de manera arbitraria desde el poder e impuestos de manera unilateralmente autoritaria.
De estas nuevas formas de relación participativa, surgen las estructuras y procesos autogestivos, que convierten a los alumnos en autores y co-gestores del hecho educativo y, finalmente, se generan así nuevos modelos de organización. Educar en y para la autogestión es, a fin de cuentas concretar verdaderamente los fines sociales de la educación.
Como corolario, se puede deducir de lo anterior que, la autogestión o más precisamente, las prácticas autogestionarias, adquieren plena significación, en tanto se establecen como parte de un proceso autogestionario de la sociedad inmediata a cada plantel y se determina así su plena dimensión política;
“Los niños y adolescentes que vivieran permanentemente en un ambiente educativo flexible, original, subjetivo, desinhibido, desafiante, informal, motivador, independiente, constructivo, rico en sentimientos y emociones, desarrollarían en sí mismos, un proceso de cambio y un incremento en su organización psíquica que, necesariamente daría nacimiento a un nuevo tipo de hombre, diametralmente diferente del convencional, conformista y estéril que en la actualidad sale de nuestras aulas”.[3]
La auto-conciencia académica es, entonces, inconcebible sin la participación estudiantil y docente, a lo largo de todo el proceso educativo. Esto se determina, concretamente, como la libertad de cuestionamiento, la libertad de enfrentamiento crítico con la sociedad y sus instituciones caducas; es la participación estudiantil en el proceso educativo como re-creación constante del conocimiento vivo.
Esto plantea, de entrada y sin lugar a duda, la necesidad de un cambio radical de métodos.
[1] Gutiérrez, Francisco. “Educación como Praxis política”. Ed. Siglo XXI, Méx. 1984.
[2] Op. Cit.
[3] Op. Cit.
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