¿Profesionales de la educación, o sólo empleados?

Manuel Pérez Rocha/La Jornada-110811         

 Muchas de las reformas y acciones que se están poniendo en marcha en el sector educativo, principalmente en la SEP, pero no sólo ahí, alejan cada vez más la posibilidad de que el magisterio se constituya en comunidades colegiadas de profesionales de la educación, condición sin la cual la educación no puede responder a los retos de la vida contemporánea, a la ansiada elevación de su calidad y eficacia, ni satisfacer las necesidades educativas y culturales de la población. Los maestros de todos los niveles del sistema escolar han sido convertidos en masas de empleados, disgregados, incluso confrontados entre sí mediante continuos concursos y competencias y el establecimiento de extensos escalafones, sometidos a sistemas de vigilancia y control excesivos, burocráticos e ineficaces.

 La mayor parte de los maestros padecen una proletarización opuesta al tipo de relaciones laborales implicadas en la función cultural y docente que les compete, y son convertidos en empleados de organizaciones jerarquizadas, verticales, preocupadas sólo por indicadores cuantitativos estrechos de productividad y supuesta buena calidad. La “Carrera Magisterial” de los maestros de educación básica, lejos de constituir un proceso de profesionalización, es un sistema de sobornos monetarios para someterlos a esquemas de trabajo concebidos y dirigidos desde el centro, y lo mismo son los sistemas de “estímulos” para los maestros de otros niveles. Los nuevos maestros son seleccionados mediante exámenes nacionales mecanizados, de opción múltiple, que se “califican” con computadora, y la evaluación del trabajo de los maestros en servicio se hace mediante procedimientos despersonalizados que de manera falaz pretenden sustentarse en la cuantificación de resultados (el desempeño de los estudiantes en exámenes estandarizados) confundidos con “méritos”. Se trata de la invasión del espacio educativo por la perspectiva, los intereses y los métodos de la empresa capitalista y las políticas tecnocráticas que incluso lo inundan ya con su verborrea hueca de “misión”, “visión” y “valores” (léase como ejemplo lo que al respecto establece la Carrera Magisterial de la SEP).

 Para quienes dirigen el sistema educativo y muchas de las instituciones que lo componen, los maestros no son dignos de confianza; regidos por las teorías económicas dominantes esos funcionarios consideran que “sus empleados” sólo persiguen su interés egoísta, que su comportamiento se explica por medio de la teoría del “Homo economicus”, y no pueden ser motivados más que con dinero. Acólitos de un conductismo caduco someten a maestros (y también a los estudiantes) a desastrosos programas de premios y castigos.

 “Ese es mi empleado”, respondió enfático y despectivo Ernesto Zedillo, cuando era presidente de la República, a un reportero quien sugirió que el ex presidente Miguel de la Madrid (entonces director del Fondo de Cultura Económica) había cuestionado su autoridad. Atendió Zedillo con esa expresión a la raíz de la palabra emplear, que es doblar, doblegar, someter (del latín implicare) y es lo que entienden los patrones que aprovechan las necesidades de los trabajadores (aunque por supuesto el ex presidente no era el caso) para someterlos a sus designios, intereses y, no pocas veces, caprichos. Esta es la postura de desprecio que adoptan los funcionarios del sistema educativo que ven a los maestros como simples asalariados y consideran que éstos y los funcionarios de menor rango son sus “empleados” y en nombre de una supuesta institucionalidad exigen obediencia incondicional. Esa deformación del significado de la institucionalidad y del carácter de los trabajadores del Estado es muy grave en el caso de los maestros, pues pervierte la materia misma del trabajo que realizan.

La educación es, como pocas, una actividad que ha de ser ejercida por profesionales. No es casualidad que a quienes lo hacen se les llame profesores. Aun un sencillo programa de entrenamiento implica conocimientos, habilidades y actitudes sólidas que no se adquieren sólo en la etapa de formación en las aulas sino en la práctica, analizada y discutida con los colegas, y en el estudio continuo de su campo de trabajo. La formación de los maestros se hace necesariamente en el trabajo y mediante el trabajo. Además, son los resultados de las experiencias en el aula lo que debe orientar los planes y las normas que conducen al sistema educativo, y no sólo las elaboraciones que hacen en los escritorios los especialistas.

 Hoy es imprescindible el aporte organizado del magisterio a la conducción del sistema educativo, pues al funcionariado que lo dirige lo caracteriza una profunda ignorancia de nuestra riqueza educativa, su única guía es el nuevo gurú de las “competencias” entronizado por los banqueros y economistas de la OCDE (véase, por ejemplo, la “bibliografía” que sustenta el examen de selección de maestros de educación básica). Por supuesto ignoran que la educación mexicana fue ejemplo mundial durante décadas, apoyada en el pensamiento pedagógico, filosófico y social de maestros e intelectuales mexicanos como Ignacio Ramírez, Ignacio Manuel Altamirano, Manuel Gutiérrez Nájera, Justo Sierra, Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Moisés Sáenz, Rafael Ramírez, Gregorio Torres Quintero, Lauro Aguirre, Abraham Castellanos y de educadores de otras partes como Pestalozzi, Rebsamen, Ferrer Guardia o Freinet.

 La tarea del magisterio en la educación básica y en el bachillerato es particularmente compleja, ardua y comprometedora. En esos niveles el quehacer del maestro es no solamente informar y capacitar sino, sobre todo, necesariamente, dar ejemplo de trabajo intelectual y comportamiento ético. Esta actividad profesional implica un entorno de trabajo y un tipo de relaciones laborales distintos a los que sufren los empleados subordinados a un sistema prepotente y autoritario. Pero es claro que ese entorno y relaciones no las concederán los tecnócratas neoliberales que dirigen hoy la educación, sino que serán construidas por la organización y las batallas que libren los trabajadores profesionales de la educación.


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