Educación y memoria
- Imagen. Adolfo Sánchez Rebolledo.
- Cortesía. <radiocoapatv>
Adolfo Sánchez Rebolledo
La Jornada/060612.
Sin ser devoto (ni conocedor) de su extensa obra literaria, gracias al empeño de mi querida Ana Galván he logrado seguir la huella a los artículos de Antonio Muñoz Molina, quien en estos días ha sido destacado con el premio ‘Príncipe de Asturias’, uno de los más importantes luego del Nobel. Encuentro en esas piezas, así como en los ensayos de mayor calado, la legítima preocupación por recordar, por buscar en la memoria las raíces del presente, sin abdicar de aquellos pasajes suprimidos para, supuestamente, no cargar con el fardo de lo dicho y vivido. Afirma el premiado;
“Recordar y contar lo que uno ha visto, esforzándose por no mentir y por no halagar y por no dejarse engañar uno mismo por el resentimiento o por la nostalgia, es una obligación cívica”.
Diríase que olvidamos con ahínco, no ya la historia sino los hechos de la cotidianeidad, por no referirnos a la vida pública, donde la memoria se borra deliberadamente para dar paso a las biografías impolutas de los mandantes, a las modas y las ideas de paso que pueblan la cultura al uso.
Repetimos que los políticos no tienen memoria y es verdad, pero los ciudadanos, los que alzan sus voces críticas contra la corrupción y las injusticias y los partidos, tampoco la tienen, agobiados por el presentismo que domina la conciencia social.
Es como si el mundo real se inventara cada día en el cauce rígido, acartonado, de las tradiciones que suplantan al conocimiento vivo de la memoria, es decir, de las conexiones causales y, por tanto, relevantes entre el ayer y el hoy. En ese sentido, Muñoz propone una visión cargada de sensatez para recordar, como vía para saber dónde estamos y hacia dónde vamos.
A modo de ejemplo de lo que digo, tengo ante mí un texto publicado hace un par de meses, en el que ejerce la memoria crítica para comparar el valor que otras generaciones le dieron a la educación, tema que sin muchos esfuerzos podríamos traer a nuestro espacio, hoy tan conflictivo, sin forzar los paralelismos.
Según Muñoz, siempre hubo defensores de la ignorancia que solían pertenecer a los gremios más reaccionarios y, por tanto, más interesados en la sumisión analfabeta de las mayorías. Pero también, y esto es necesario subrayarlo, hubo predicadores de los catecismos socialistas utópicos del siglo XIX y cooperativas obreras que alentaban la instrucción pública.
Las primeras mujeres que reclamaron la igualdad con valentía inaudita celebraban el aprendizaje y el conocimiento como herramientas necesarias para conseguirla.
Al igual que en la conquista de los derechos fundamentales, son estas acciones subversivas las que inauguran los grandes cambios morales y materiales, tan opuestos a la lógica individualista emergida de la competencia mercantil.
En el campo específico de la educación existe, como diría Aníbal Ponce, una verdadera lucha de clases que no se detiene en la extensión cuantitativa de la escuela pública, sino que se expresa en los contenidos de la enseñanza, más allá de los explícitos valores pedagógicos como un proyecto ideal, inseparable de una cierta concepción del mundo.
Los socialistas y los anarquistas competían fieramente y a veces violentamente entre sí, e imaginaban paraísos obreros incompatibles, pero tenían en común una pasión idéntica por la educación.
El saber mejoraba y liberaba; la ignorancia embrutecía.
Es razonable suponer que una sociedad plural y democrática busque la mayor eficacia (acuerdos en lo fundamental) sin clausurar libertades, lo cual, por cierto, no se resuelve de una vez y para siempre.
El razonamiento de Muñoz es útil también entre nosotros en el tema de la enseñanza universal (casi se podría decir el culto a la educación), es un valor progresista, popular, constitucional. Los avatares del sistema educativo nacional nunca fueron ajenos a los virajes y las transformaciones ocurridas en el país y, en particular, a las concepciones puestas en práctica por los grupos dirigentes del Estado.
Mientras dominó el impulso reformador sustentado en la movilización de las masas, el papel de los maestros trascendió el recinto escolar: los educadores sentaron las bases para la cohesión social del México posrevolucionario, apuntalando la reforma agraria en la lucha contra la desigualdad.
Pero en la medida que el desarrollo y la urbanización crearon nuevas demandas, la llamada clase política desistió del programa original y clausuró la alianza con el magisterio para sustituirla por la subordinación de un aparato corporativo de control: el SNTE.
A la hora de atribuir responsabilidades por la situación de la escuela pública hay que recordar esas cosas, como pide Muñoz Molina, sin hacerse cómplices de las nuevas ideologías que, bajo el manto de la modernidad, como en otros tiempos, defiende la ignorancia.
“Ahora, como no podía ser menos, los celebradores del analfabetismo feliz echan mano de las nuevas tecnologías: ¿quién necesita aprender nada, si todo el conocimiento está fácilmente, risueñamente disponible, con sólo teclear en un teléfono móvil? Gracias a Internet, ejercitar y alimentar la memoria es una tarea tan obsoleta como aprender a cazar con arcos y flechas”.
Lo que hace falta no es embutir en los cerebros infantiles o juveniles contenidos que en muy poco tiempo se quedarán anticuados, y a los que en cualquier caso se puede acceder sin ninguna dificultad, sino alentar actitudes, otra palabra fetiche en esa lengua de brujos. Que el niño no aprenda, sino que aprenda a aprender, repiten, que desarrolle su creatividad, espíritu crítico, a ser posible transversalmente, etcétera.
Bienvenido el premio a Antonio Muñoz Molina.
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Nota mía: Respetuosamente me permití modificar levemente la estructura del artículo de Adolfo Sánchez Rebolledo, con la exclusiva finalidad de facilitar su lectura en el formato de Odiseo. Alfredo Macías Narro.
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