“Competitividad”, violencia y educación

Manuel Pérez Rocha/La Jornada-201011.

La competencia entre grupos o individuos siempre ha existido, obedece a múltiples causas y merece diversos juicios, pero ahora no es sólo una forma de relación social entre ciertos individuos, en determinados momentos o circunstancias, o peculiar de una actividad o un sector de la sociedad, es la pauta imperante en la economía, en la política, en el deporte, en la cultura, en las escuelas y en las universidades. Hoy, ser competitivo”, esto es, capaz de competir con éxito venciendo a los rivales, es el ideal, la aspiración, el desiderátum universal; como parte del pensamiento único global no se concibe otro tipo de relación entre los seres humanos. 

En años recientes se han creado instituciones públicas, organismos privados y programas impulsores de la “competitividad”, y se han elaborado instrumentos e índices para medirla. Una de las cuestiones por revisar es el concepto de “competitividad” empleado por organismos y analistas, pues el término se usa para todo y se equipara con los de productividad, eficiencia, buena calidad, prosperidad económica y otros que se refieren a metas incuestionables; al olvidarlos, confundiéndolos con la “competitividad”, se introduce a trasmano como esencial la competencia, cuando, sin duda, muchos se lograrían mejor con su opuesto: la cooperación (véanse los confusos índices de “competitividad” manejados por el Instituto Mexicano para la Competitividad).

Hoy toda confrontación se considera una competencia, con lo cual se contribuye a opacar y desfigurar las luchas legítimas con auténtico sentido y razón de ser. Es distinta la rivalidad entre dos mafias políticas por un botín, de la lucha que dan organizaciones civiles y políticas en busca de la justicia y la transformación social. La visión de la vida social como una suma necesaria y deseable de rivalidades pretende su justificación en el dogma económico según el cual sólo con la competencia se logra eficiencia y buena calidad, y en la concepción de los hombres como seres que únicamente piensan en sí mismos. La consideración de la competencia como algo necesario y de la “competitividad” como la mayor virtud pasa por alto el egoísmo radical implícito y la perversa concepción de los demás como contrincantes, como enemigos contra quienes es imperativo luchar (en las actividades productivas, en la política, en el deporte); las expresiones “campañas agresivas de ventas”, “guerras de precios”, “campaña electoral”, “lucha por el poder”, “un juego con garra” no son inocentes metáforas. 

La exaltación de la “competitividad” pasa por alto el efecto que tiene este modo de conducta en el aumento de la agresividad y la violencia, fenómeno analizado en varias investigaciones. Un estudio experimental acerca de los efectos de los videojuegos, realizado en la Universidad de Brock (Ontario), llegó a esta notable conclusión: “los juegos más competitivos provocaban niveles de conducta agresiva más elevados que los juegos menos competitivos, independientemente de su violencia”. Por otra parte, la relación entre violencia y competencia deportiva es noticia habitual, ya no se diga entre competencia política y violencia. La “competitividad” se presenta como virtud personal, cuando en realidad significa la actitud enferma, arrogante, de quien basa la seguridad en sí mismo en sentirse superior a los demás. 

La escuela tradicional, dominante, es el lugar donde se inicia el adoctrinamiento en la ideología de la competencia y la “competitividad” y uno de los espacios en los que la competencia está más institucionalizada: concursos, torneos, rankings, cuadros de honor, diplomas, medallas, “primeros lugares”, competencias deportivas, competencias entre maestros para obtener premios y apoyos, etcétera. Ahora se impulsa la competencia entre escuelas para obtener recursos con los cuales operar. No puede extrañar que la escuela sea un espacio de violencia física, verbal o simbólica entre estudiantes (es innecesario el término bullying) pues es común una violencia institucionalizada, orgánica: rigidez reglamentaria irracional, mecanismos de exclusión, autoritarismos, humillaciones, injusticias disfrazadas de meritocracia, incluso violación a elementales derechos humanos. Este tipo de escuela no es la solución a la bárbara delincuencia que agobia al país. Por el contrario, imponer políticas educativas y modelos de educación autoritarios y plagados de injusticias será factor de agravamiento de los problemas actuales. Es necesario apoyar la educación para ayudar a resolver problemas sociales, entre ellos el de la violencia y la criminalidad, pero esto implica una reforma simultánea que haga de la escuela un espacio de promoción de valores opuestos a la competencia y la “competitividad”, de otra forma se estará echando más gasolina al fuego. 

La reforma a la escuela exige implantar como norma la cooperación, está probada su eficacia y eficiencia. Desde el siglo pasado, múltiples experiencias basadas en las propuestas pedagógicas de Francisco Ferrer Guardia, Célestin Freinet, John Dewey, Paulo Freire, entre muchos más (la bibliografía es amplísima), han mostrado que la colaboración genera mejor aprendizaje y desarrolla valores éticos, sociales y humanos en los estudiantes. Una experiencia probada, de alto valor pedagógico, en dirección opuesta a la competencia entre estudiantes, es la colaboración de los más avanzados con el aprendizaje de los menos avanzados. 

Para que la escuela sea eficaz en el combate a la violencia debe empeñarse en una educación integral de los niños y los jóvenes, de modo que éstos tengan bases para formarse un proyecto de vida. Eric Fromm ha hecho ver que otra causa de las actitudes destructivas y agresivas es el “aburrimiento”, entendiendo por esto la ausencia de un sentido de vida. Una capacitación estrecha para competir por empleos, que no existen, sólo aumenta la frustración, el desencanto con la vida y las conductas violentas que tanto lamentamos.


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