Chile: persistencia de la protesta estudiantil
Editorial
La Jornada/240812.
Ayer, en Chile, la realización de un paro nacional en centros de enseñanza de todo el país y de numerosas movilizaciones en la capital, Santiago –que se saldaron con enfrentamientos entre grupos de inconformes y carabineros–, marcaron el punto culminante de una semana caracterizada por protestas estudiantiles en aquella nación, por tomas de escuelas y de edificios públicos y por violentos desalojos realizados por las fuerzas del orden.
Así, a contrapelo de los cálculos y pronósticos de las autoridades, estos hechos permiten ponderar la vigencia e intensificación del descontento estudiantil y social que se expresa desde mediados del año pasado en demanda de una educación gratuita y de calidad, que exhibió al mundo el carácter excluyente y socialmente injustificable del sistema de enseñanza chileno –basado en un modelo de educación universitaria a crédito, que hipoteca el futuro de los estudiantes–, y cuya irrupción marcó un punto de viraje en la vida política de ese país, lo cual explica, en buena medida, los ínfimos niveles de popularidad que enfrenta actualmente el presidente chileno, Sebastián Piñera (cerca de 27 por ciento).
Por añadidura, en la nueva oleada de movilizaciones chilenas han podido observarse algunos aspectos novedosos, como la participación creciente de estudiantes de secundaria –cuyas edades oscilan entre los 12 y los 18 años– en las jornadas de protesta, y la coincidencia de estas expresiones con la incursión de los movimientos sociales en la arena político electoral: así lo demuestra la creación de fuerzas partidistas integradas por activistas y representantes de organizaciones civiles que se disponen a contener en los comicios municipales de octubre próximo. Tal circunstancia da cuenta de dos de los méritos centrales del movimiento estudiantil en Chile: impulsar la capacidad organizativa y de movilización de la sociedad y evidenciar, de paso, la crisis de representatividad del sistema político de esa nación.
Ante la demostración fehaciente del descontento social que genera un modelo educativo caracterizado por su inequidad y su carácter depredador, lo peor que puede hacer el gobierno de Piñera es porfiar en sus intentos de minimizar y desvirtuar las protestas estudiantiles y atacar el problema mediante meros paliativos: es necesario, en cambio, que el Ejecutivo abra el terreno para un diálogo efectivo y muestre voluntad para reformular la política educativa, la cual constituye una de las facetas más injustas del modelo económico vigente en el país austral desde hace casi 40 años, y una de las herencias más nefastas de cuantas dejó tras de sí el régimen pinochetista.
Por lo demás, el conflicto estudiantil y político chileno debiera constituir una voz de alerta en países como el nuestro, sobre los riesgos que encarna un Estado débil e incapaz de hacer frente al cumplimiento de derechos elementales, como la educación, ya sea a consecuencia del dogmatismo neoliberal, de la corrupción, el dispendio, la obsecuencia con intereses corporativos particulares o una combinación de todos esos factores.
Es pertinente recordar al respecto que la aspiración central de los estudiantes chilenos movilizados es disponer de un sistema de educación media superior gratuita similar al que todavía existe en nuestro país, a pesar de los constantes intentos –particularmente en sus ciclos de bachillerato y en las universidades a cargo del Estado– por llevarlo a una asfixia presupuestaria y por favorecer a las instituciones privadas.
Si hasta ahora el movimiento estudiantil que se desarrolla en México –y que se articula en torno a #YoSoy132– no ha centrado sus demandas exclusivamente en la defensa de la educación pública, ello no quiere decir que el país estaría a salvo de movilizaciones como las que se desarrollan en Chile en caso de una profundización en los afanes privatizadores del grupo gobernante. En todo caso, resulta preferible preservar y sanear el sistema educativo y garantizar la vigencia del carácter público de la enseñanza a todos los niveles, que sumar un nuevo factor de crispación social a un contexto nacional ya sobrado de ellos.
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