Caída en su propio descrédito, la presente época de pragmatistas y utilitarios, es llegado el momento de jubilar a toda esta generación de jóvenes viejos y de viejos que se creen jóvenes porque nunca llegaron a madurez. La pedagogía del presente deberá rebasar los linderos que han querido marcarle los teóricos de la utilidad y volverá a asentarse en los valores eternos.
ontemplado en su conjunto, el desarrollo pedagógico de los últimos treinta años, nos demuestra un carácter común de ensayo pequeño y de investigación por análisis, que corresponde exactamente a la era de liquidación en que estos sistemas se han producido. Por eso mismo, creemos que la escuela de mañana ha de tener caracteres completamente distintos. En la época de reconstrucción que se inicia harán falta sistemas organizados y visiones de síntesis. En vez de reducirle los hechos al tecnicismo especial escolar, el maestro enfrentará al alumno con la realidad misma en toda su trágica grandeza; le enseñará a abordarla en las distintas maneras como nos interesan las cosas: no únicamente para aprovecharlas, sino también para contemplaras y buscar en ellas el vestigio de la sobrehumana realidad absoluta.
Con sólo pensar despejadamente y en grande, nos damos cuenta que la mezquindad del psicologismo y sus arbitrarias clasificaciones, tan inferiores a la vieja concepción herbartiana, mucho más comprensiva que todos los distingos analíticopsicológicos al uso del día. El Hombre y la Naturaleza; según estas dos categorías esenciales y evidentes, fundamentó Herbart su plan racional de enseñanza. Incompleto, sin duda, pero superior al criterio pragmático que se dice ante la cosa: ¿cómo puedo aprovecharla? Una civilización cabal no puede acallar en los labios del niño la otra pregunta vieja que inquiere: ¿cuál es el ser de la cosa? Caída en su propio descrédito, la presente época de pragmatistas y utilitarios, es llegado el momento de jubilar a toda esta generación de jóvenes viejos y de viejos que se creen jóvenes porque nunca llegaron a madurez. La pedagogía del presente deberá rebasar los linderos que han querido marcarle los teóricos de la utilidad y volverá a asentarse en los valores eternos. La ciencia ha de ser enseñada como lo que es: una prolongación de la artesanía, una última etapa del instinto que permite al salvaje construirse instrumentos y útiles. Pero la educación, más allá de la técnica, reanudará la labor de los siglos, que consiste en despertar en el hombre los dones sobrenaturales de su conciencia. La escuela nueva está condenada, porque confunde el adiestramiento, que es propio de las artesanías, con el raciocinio, que abarca el conocer concreto, pero lo supera en la abstracción. El método que es bueno para las manos no puede seguir siendo el método eficaz para la conciencia. Corresponde a cada actividad una disciplina que le da término, y cada enseñanza trae la suya; pero es deber propio del maestro otorgar a la enseñanza la unidad y ella se obtiene volviendo una y otra vez al núcleo del pensamiento consciente, allí donde palpita, en el anhelo de cada hombre, la ambición de convertirse a la totalidad del Universo. La misión del pedagogo es despertar lo que hay del hombre total en el propio especialista. Y recordarnos que la verdad es grande; no es asunto de cenáculo ni se aprende en escuelitas de ayer o de anteayer; porque, a través de los tiempos, los hombres de eternidad se dan la mano y se transmiten la sabiduría, para que cada cual la disfrute según la amplitud y elección de su idiosincrasia, única y comúnmente maravillosa.
El afán de descubrir algo por sí mismo en el orden técnico, preocupación característica de la pedagogía de Dewey, parece un eco de la epopeya de los “pioners”. Por vivir de la sola realidad, fueron lentos incluso para extraerle las normas. Y al estudiar hoy las refelxiones del pedagogo pragmático, evocamos la actualidad del campamento. Hay uno que se va por el bosque y grita de júbilo cuando descubre el tronco grueso y alto que servirá de pilastra; otro ha ido en busca de agua y otro a cazar la libre que asegura el almuerzo; cada uno ha contribuido con un descubrimiento, y el “settlement” evoluciona en la ciudad a base de una acumulación de pequeños hallazgos en el desierto. El trabajo del explorador, en tales situaciones, sobrepasa al del sabio. Pero se vive en ellas dentro de un régimen de excepción que no puede dar la norma de una sociedad ya cimentada.. Asimismo, nuestra actividad cambia totalmente de táctica cuando la dedicamos al estudio de la teoría de nuestro ser y del ambiente en que nos movemos. Por ejemplo, la ciencia de los número es teórica, por mucho que en cada caso podamos insertar sus leyes en el cuerpo de la realidad. Sabido es que la alta matemática ya no puede encarnar en objetos físicos, y se vuelve relación de entes ficticios, pero no vanos. Y esta teoría matemática y la teoría del lenguaje, y, en general, las teorías todas de la ciencia, son objeto de la investigación del escolar. Forman, además, parte del medio en que bregará y vivirá; ejercitan en ese medio una influencia tan efectiva como la de los objetos. En este mundo teórico de nuestra realidad, el método de nuestra adaptación ya no se parece al método que el “pioneer” estableció en la selva. Es infantil suponer que el niño descubre cómo se hace una suma. Ni es tan rigurosa la distinción que establece Dewey de actividad académica del espíritu y actividad manual o de manipulación. En los dos casos, el sujeto del juicio es el mismo. Cambian los datos, y según el dato, varía el método. Pero el sujeto es una unidad teoricoactiva. A veces, tenemos delante objetos, otras veces reflexionamos sobre representaciones de objetos. Y si aplicamos a la representación el mismo método del objeto, la misma actividad espiritual manipulante de la técnica, obtendremos como fruto de la escuela el tipo Babbit, fruto medio de la educación norteamericana pragmática. Sin embargo, lo académico que al criterio de Babbit parece extraño y remoto, confuso, es para muchos una realidad superior y más firme que la realidad que se puede someter a molde o a talla mediante el trabajo de nuestras manos.
La escuela libresca es deficiente; pero una escuela que reemplaza el libro con el útil, condena a la mayoría de la especie a no conocer jamás el mundo de las ideas. La vida, al fin y al cabo, obliga a la mayoría a usar las manos y enseña a usarlas; pero el uso de los libros únicamente la escuela puede darlo. De donde se infiere que es menos nociva, menos imperfecta una escuela nada más libresca que una escuela nada más técnica. En la vida hay, al fin y al cabo, pasiones y casos que despiertan el alma; en cambio, una escuela sin enseñanza desinteresada, independiente de la inmediata adaptación a la práctica, sería una escuela destinada a consumar el degüello del alma. La escuela toma fuerza cuando comparte el entusiasmo de impulsos gregarios como la fe en el progreso y el patriotismo; pero también ha de conservarse un momento de autocrítica para advertir, con el Eclesiastés, la vanidad de todo conocimiento. Gana a menudo la escuela resistiendo la confusión de los impulsos gregarios. En la escuela concurren las fuerzas jóvenes y la corriente ancestral de la historia, no sólo el presente. Vida y sabiduría buscan en la escuela equilibrio, y no ha de tolerarse que la sabiduría se convierta en apéndice de los afanes perecederos, ni que el presente se vuelva parodia de ayer. La magia del educador consiste en juntar, en síntesis viva, la tradición y el impulso.
En los libros vedánticos, el maestro habla de igual a igual con los reyes; su comunicación con el alumno está también libre de todo compromiso con el Estado. El maestro de la democracia industrial, ya lo dice Dewey, no se preocupa de la responsabilidad eterna y humana del maestro frente a un alma intacta. Lo que busca es adaptar los impulsos del niño a las exigencias y propósitos de la sociedad. Por donde se ve de paso a qué monstruoso resultado llega una escuela que comenzó proclamándose libre. En cambio, la escuela de sólo sentido común, en todos los tiempos, procura salvar, aprovechar las ventajas del maestro, acaso no muy adaptado a la hora social, pero agente de la sabiduría, y el niño que renueva con sus anhelos el contenido de la humanidad. El error de tantas escuelas nuevas es creer que es posible la eliminación del maestro.
Buena parte de estos propagandistas de novedades vagas no son en realidad maestros, y a menudo, ni siquiera cuentan con el requisito que justifica, que legaliza una invención: el título de expertos reconocidos en su oficio. No pocos maestros nuevosproceden por desconocimiento cuando exhiben como novedades doctrinas y prácticas ya en uso o bien rechazadas por ineficaces. ¡Cuantos de estos innovadores resultan propugnando lo seudonuevo sólo porque no lograron hacer el curso completo en su Normal! Y s olvidan de que en los programas de cualquiera buena escuela están ya catalogados y juzgados multitud de ensayos que al lego parecen la última palabra de la práctica educativa. “Aquí todo el mundo inventa o hace que inventa, porque nadie se toma la pena de leer”, me decía hace muchos años un condiscípulo de Derecho. En verdad, ¡cómo desilusiona el estudio a todos los que nos hemos creído favorecidos por la originalidad! Pues bien: un educador serio, lo mismo que uno profesional cualquiera, no tiene derecho a la ignorancia, y únicamente tras de una larga y comprobada preparación teórica, podrá reclamar los honores de la innovación. Desconfiemos del innovador aficionado. Apenas se le obliga a precisar, y cae en la vaguedad, la confusión. El uso y abuso de las palabras espíritu, libertad, vida, acción, expresión, forma la trama de no pocos métodos o sistemitas rebeldes a la escuela ordinaria, opuesto al sistema oficial, por supuesto, mientras logran imponer sus propias reglas, y aun minucias, por medio de la acción del oficialismo. La mayor parte de estos insurrectos de la ciencia usual desconocen la ciencia, como Rousseau desconoció la filosofía. La literatura seudofilosófica de Rousseau contagia a los impreparados y los arrastra por el camino fácil de la improvisación. Sus remordimientos de padre que abandona sus hijos a la inclusa desarrollaron en Rousseau la preocupación pedagógica, pero, es claro, que desviada y encaminada a buscar justificaciones de su propia aberración. Lo curioso es que durante años lo haya tomado en serio la pedagogía. El resultado es que la ha desgraciado. La influencia de Rousseau ha mantenido al pedagogo separado de las grandes corrientes mentales de todos los tiempos. Y lo que todavía hace falta es restablecer la comunicación con los valores altos y definitivos de la cultura. Fundamentar la pedagogía en Rousseau equivaldría al intento de organizar la filosofía en torno a Voltaire. Cuando así se desplazan las categorías, es natural que se caiga en la más dolorosa confusión.
Si al maestro le falta la autoridad moral en el grado en que le hacía falta a Rousseau, el problema del criterio se torna confuso; si al maestro le falta la autoridad científica de una carrera profesional regular, entonces el problema de la jerarquía se vuelve agudo. Buena parte de la rebelión escolar contemporánea depende de la poca estima social que se otorga al magisterio. Su opinión no pesa, porque su condición económica es ínfima. Cuando el criterio de la consideración social era el estoico de la virtud cumplida, el mas humilde maestro de aldea podía presentarse a los alumnos como fuente de autoridad y modelo a seguir. Cuando el criterio de la estimación pública se define con la frase de Dewey: adaptarse a su ambiente -criterio behaviorista norteamericano–, cualquier felón gana autoridad si dispone de dinero que maneja los resortes sociales; entonces el maestro resulta un infeliz de quien los alumnos hacen burla o, a lo sumo, le dispensarán piedad. Colocado el maestro al margen de la consideración pública, los valores sociales quedan a merced del primer rufián encumbrado. Y a la influencia del educador sucede la del aventurero afortunado. He aquí entonces el interés social de otorgar a la escuela todos los requisitos de ciencia, conciencia y conducta que son necesarios para restablecer su autoridad.
Negada la autoridad de la sabiduría, se desenvuelve sin freno el capricho y aparecen las escuelas en que “el maestro observa” y dicta informes, en tanto que los alumnos organizan comités. En la misma Rusia soviética, que quiso tomar de maestro a Dewey, se marca ya una reacción contra la incoherencia (véase el libro reciente de Fisher). Juzgando con el mismo criterio pragmático de nuestros reformadores contemporáneos, es y a tiempo de condenar, por sus resultados mediocres, toda esta pedagogía derivada del galimatías de Dewey. ante el caos de las pequeñas mentalidades que hoy gobiernan la escuela, se echa de menos al severo maestro a lo Herbart: “transmisor de la sabiduría”. El sistema de los “proyectos a ejecutar por el alumno” es bueno para constuir un artefacto con las manos o con la máquina, pero no basta para enterarse de los valores que constituyen la cultura. Por malo que sea el tema que en historia, por ejemplo, proponga el texto o el maestro, siempre será mejor tomarlo como base antes que perder el tiempo de la clase con las ocurrencias del niño que lee su primer tema. Es mejor recibir hecha una cosa bien hecha que hacer por nosotros mismo algo mal hecho. Negar esto es negar la continuidad del esfuerzo humano.
*Tomado de:
VASCONCELOS, José. De Robinsón a Odiseo. Pedagogía estructurativa. Madrid, Aguilar, 1935. pp. 31-36.
Odiseo, revista electrónica de pedagogía. Año 1, núm. 1. 1 de julio de 2003.
http://educacionypsicologia.org.mx/revistaodiseo/2003/07/04vasconcelos_caos.htm (ISSN 1870-1477).
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